Hace unos meses, me encargaron un libro. Al principio pensé que tenía algo de broma, porque era un tema que salía en nuestros encuentros casuales y en los que no lo son tanto, en conversaciones rápidas o en las que se colaba esa posibilidad entre otros muchos asuntos, o en algunos de los asaltos que organizan para presentar sus publicaciones. Sin embargo, pronto se hizo evidente que no; su insistencia demostró que realmente los de la editorial Caniche me estaban pidiendo que escribiera un ensayo para ellos. Querían que recuperara la investigación sobre la figura del dandi en la que estuve trabajando durante bastante tiempo, más de una década, hace ya algunos años, y que se resolvió en una exposición que comisarié, como parte de la oficina curatorial RMS La Asociación, en el Centro Galego de Arte Contemporánea en 2010, titulada Sur le dandysme aujourd’hui. Del maniquí en el escaparate a la estrella mediática, aunque siempre, siempre queda algo pendiente. Me vi obligado entonces a regresar sobre el material que había ido guardando en mi biblioteca y en mi ordenador. Tuve que releer artículos y libros, y volver a mirar imágenes que se habían quedado a la espera, aguardando a que las rescatara. También debí recuperar lo que ya había escrito: leerse otra vez es muy poco recomendable. Este ejercicio posee algo de melancólico y a veces de nostálgico, porque es como abrir un antiguo diario, uno de esos que se escriben en la adolescencia y se esconden debajo de la cama creyendo que nadie los va a descubrir. Esto me recordó un texto maravilloso que leí cuando era estudiante: «Desembalo mi biblioteca» de Walter Benjamin, que dedicó muchas páginas a ese personaje casi mítico, el dandi, que habitaba las calles de París en un constante deambular.
Sin embargo, descubrí que ese dandi, el de la tradición metafísica de la teoría francesa, no era el que me interesaba, sino que prefería a ese otro, el dandi británico: el que se movía por los salones y los clubes del Londres de la Regencia, el primero según todas las historias, George Bryan Brummell, y el que quizás fue el último, Oscar Wilde, que vivió en esa época de doble moral que fue la victoriana. Dandis que vivieron el dandismo, no solo lo escribieron.
Decidí entonces que necesitaba releer un libro que aquí no ha tenido la importancia que se ha dado a otros, puede que porque no se ha traducido, Sexual Dissidence, Augustine to Wilde, Freud to Foucault, de Jonathan Dollimore, y que parte del encuentro de Wilde con André Gide en Argelia, una casualidad que supuso reconocerse para el francés y que a mí me ha llevado a otros lugares. Dollimore usa a los dos escritores, tan distintos pero tan parecidos, para construir una genealogía de las identidades sexuales disidentes y resolver esa dicotomía, una más en el binarismo que determina el pensamiento occidental, entre esencia y construcción, entre naturaleza y cultura, como el dandi parecía resolver otras en el siglo XIX: «andrógino de la historia», lo llamó Jules Barbey d’Aurevilly en su pequeño tratado Du Dandysme et de G. Brummell.
Mientras intentaba evitar los subrayados en las páginas de Dollimore, escuchaba a Anna Moffo, la soprano americana que se convirtió en la nueva Callas, en Spotify. La asociación entre Moffo y Wilde me llevó a otro ensayo —si se puede incluir en un solo género, porque además tiene mucho de autobiográfico y bastante de ficción, un poco de Virginia Woolf y otro de Roland Barthes—, The Queen’s Throat. Opera, Homosexuality and The Mystery of Desire de Wayne Koestenbaum. Wilde tomó mucho de la diva de la ópera, también del teatro, para construirse como personaje. De hecho, Wilde se hizo famoso antes de haber escrito algo de importancia, fue como esas mujeres a las que se denominaba professional beauties, que eran invitadas a las fiestas de la alta sociedad londinense y que terminaron subiéndose a los escenarios convertidas en grandes divas. Cuando le invitaron a Estados Unidos a la famosa gira de conferencias que preparaba al público para la recepción de la opereta Patience de Gilbert and Sullivan, se dejó fotografiar por Napoleon Sarony, que retrató a las estrellas del teatro que pasaban por las tablas de Nueva York. Posaba (posar es un verbo importante para comprender a los dandis, los juicios de Wilde comenzaron cuando el Marqués de Queensberry, padre de su amante, Lord Alfred Douglas, le acusó de «posar como un sondomita [sic]»), apoyándose sobre una pared que se reconoce obviamente como un telón, o recostado en un sofá, como hace la propia Moffo en su programa de la Rai, burlándose quizás de sí misma y por extensión de todas las divas, en ese plató blanco que tanto recuerda a los de los musicales pre-código de Ginger Rogers y Fred Astaire de los treinta, pero también a las casas de las propias divas en las que se confundía el hogar con un decorado, como le sucedía al personaje de Gloria Swanson, Norma Desmond, en Sunset Boulevard, al bajar desquiciada la escalera de su mansión, transformada por su locura en la del palacio de Herodes en una versión de la historia de Salomé. La misma Salomé de la que se quiso disfrazar a Oscar Wilde en una conocida fotografía reproducida en la que se ha considerado su biografía canónica, la escrita por Richard Ellmann, y que todavía hoy se sigue identificando así, a pesar de que pronto se supo que la retratada como Salomé era la soprano húngara Alice Guszalewicz. Posar como Salomé, o quizás posar como Oscar Wilde posó como Salomé, en un bucle muy campy. Strike a pose!, pudieron decirle, pero quizás esa historia otra sea mejor dejarla por ahora. Siempre, siempre, hay algo que queda para después.
Sergio Rubira es comisario independiente y profesor de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid y del Máster de estudios curatoriales de la Universidad de Navarra.